20 de febrero: Aniversario de la Batalla de Salta
Un día como hoy pero de 1813, el Ejército del Norte, al mando del General Manuel Belgrano obtenía la victoria en la Batalla de Salta, asegurando de esta forma el control sobre el norte argentino.
Luego de la victoria de Tucumán, Belgrano se abocó a la reorganización, instrucción y reclutamiento de nuevos efectivos, para mejorar la situación de su ejército, durante cuatro meses en Tucumán.
El Primer Triunvirato cayó el 8 de octubre de 1812, siendo sucedido por el Segundo, integrado por Juan José Paso, Nicolás Rodríguez Peña y Antonio Álvarez Jonte. Este gobierno decretó honores, el 20 de octubre de 1812, a los vencedores de Tucumán, confiriéndole a Belgrano el título de capitán general, que declinó, aunque aceptó ejercer las facultades que de él emanaban. Luego la Asamblea otorgó a Belgrano la suma de 40.000 pesos como premio, que él destinó a la dotación y sostenimiento de cuatro escuelas.
Belgrano se debió ocupar de poner orden en la oficialidad, dado que había enfrentamientos internos, acerca del desenvolvimiento de algunos oficiales en la batalla. Por un lado, Dorrego y otros oficiales de infantería y artillería formulaban cargos contra el barón de Holmberg, muy cercano a Belgrano, a quien acusaban de cobardía y de haberse inferido una herida en la espalda para retirarse del campo de batalla. Paz, que era ayudante del barón, y permaneció junto a él en la acción, desmiente en sus Memorias los cargos que le habían realizado. No obstante, el barón, debido a las presiones, fue separado del ejército y enviado a Buenos Aires.
Otro motivo de disputas fue la distinción que le hizo Belgrano al Coronel José Moldes, al que había designado inspector general de Infantería y Caballería y a quien algunos jefes acusaban de arbitrariedad y despotismo. Dentro de estos Jefes se encontraban: Juan Ramón Balcarce, caballería, Capitán Francisco Villanueva, de artillería, Comandante Carlos Forest, del 6 de Infantería y el Capitán Pesón, del Batallón de Pardos. Moldes presentó su renuncia y Belgrano se vio obligado a aceptarla.
También tuvo problemas Balcarce, a quien se acusaba de no haberse comportado con valor en la Batalla de Tucumán y de haber saqueado los equipajes del enemigo, siendo este último cargo infundado. La situación se resolvió, dado que Balcarce fue nombrado representante de la provincia de Tucumán al Congreso Constituyente, y marchó a Buenos Aires.
Belgrano, amante de la paz, se dirigió al liberal General realista Goyeneche, invitándolo a encontrar una solución pacífica entre americanos. El Triunvirato no aprobó la actitud de tratar con el enemigo, pero Goyeneche le contestó el 29 de octubre, expresando sus deseos de paz y enviándole un ejemplar de la nueva Constitución liberal española. Nuevamente, el Triunvirato se opuso a un arreglo pacífico.
Tristán, se había acantonado en Salta con 2500 hombres, a los que se podían agregar 500 que ocupaban Jujuy y efectivos menores en Suipacha, Oruro, Cochabamba, Charcas y La Paz.
El 12 de enero se inició la marcha del Ejército patriota hacia Salta, por escalones. El 1 de febrero, Belgrano, escoltado por el Regimiento de Dragones de Milicias de Tucumán, partió de la ciudad. La marcha se hizo por Divisiones, con grandes intervalos de tiempo. Los días 9, 10 y 11 de febrero se emplearon en vadear el río Pasaje. Se celebró a continuación una ceremonia castrense, en la que se prestó Juramento de obediencia a la Asamblea General Constituyente, que acababa de establecerse. Los oficiales y soldados hicieron el juramento ante una cruz formada por la espada de Belgrano y la Bandera creada por él. A partir de ese momento el río pasó a llamarse Juramento.
El 16 de febrero la vanguardia patriota bajo el mando de Díaz Vélez, chocó con las avanzadas de Tristán, que ocupaban las alturas detrás de un riachuelo llamado Zanjón de Sosa.
Belgrano, estaba con el grueso del Ejército en Punta del Agua, y buscó emplear el factor sorpresa. Según refiere en su parte de batalla había tenido la intención de “sorprenderlo al enemigo totalmente hasta entrar por las calles de esta capital, las aguas me lo impidieron, y ya fueron indispensables otros movimientos; pues que habíamos sido descubiertos, respecto a que fue preciso dar algún descanso a la tropa y proporcionarle que secase su ropa, limpiar las armas, recorrer sus municiones y demás”.
Detrás de la vanguardia, efectuó un envolvimiento con el grueso del Ejército por caminos de montaña, marchando 17 km en una jornada, guiado por el Capitán salteño Apolinario Saravia. Tras efectuar un rodeo a través de la quebrada de Chachapoyas, acamparon a 5 km de la ciudad, el día 18, bajo una copiosa lluvia.
La vanguardia, que atacaba frontalmente, se replegó para accionar juntamente con el grueso, que el día 19, a las 11 de la mañana, avanzó por la pampa de Castañares, y atacó la posición realista por la retaguardia, bajando de los cerros.
Belgrano se encontraba seriamente enfermo, por lo cual había preparado un carro para efectuar en él los desplazamientos, pero a último momento se repuso y pudo montar a caballo.
“Plano Topográfico de la Batalla de Salta”, coordinado por el General Bartolomé Mitre según documentos históricos y reconocimientos topográficos de los ingenieros C. Giagnoni y V. Arquati, combinados con la tradición según M. Zorreguieta, incluido en su libro de “Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina”
Al mediodía, el ataque se generalizó desde distintas direcciones, sirviéndoles de guía el Emblema Celeste y Blanco. Desplazó Tristán su dispositivo, improvisando una posición defensiva hacia el norte. Primero las alas realistas y luego el centro comenzaron a ceder ante el ataque arrollador de los patriotas.
En el cerro de San Bernardo, un destacamento realista resistía el ataque patriota, obligando a Belgrano a emplear sus reservas, para lograr la rendición de éstos.
Continuó el ataque a través del Tagareté, en momentos en que los realistas se replegaban al recinto fortificado de la Plaza Mayor. El general realista se vio obligado a ofrecer la capitulación, que concedió Belgrano, magnánimo. Les permitió retirarse desarmados, prestando previamente juramento de no tomar las armas contra las Provincias Unidas del Plata hasta el límite del Desaguadero, que era el objetivo a alcanzar que le había fijado el gobierno a Belgrano. Este gesto sólo puede comprenderse dado que Belgrano consideraba “que sólo la armonía entre los pueblos podría permitirles alcanzar su grandeza”.
Sobre la fosa común en que fueron sepultados, en el campo de La Tablada, los muertos de ambos ejércitos, fue colocada una gran cruz de madera con la siguiente inscripción: “Aquí yacen los vencedores y vencidos el 20 de febrero de 1813’’.
“La vida es nada si la libertad se pierde"
Le decía Manuel Belgrano al Doctor José Gaspar Rodríguez de Francia en una epístola del 19 de enero de 1812, “mire ud. que está expuesta, y que necesita toda clase de sacrificios para no perecer”. Tratando de instar al dirigente paraguayo a no cejar en la causa por la revolución americana, subordina allí la suerte individual a la colectiva: “no me atrevo a decir que amo más que ninguno la tranquilidad, pero conociendo que si la Patria no la disfruta, mal la puedo disfrutar yo”. Así el virtuoso abogado, economista político, periodista y funcionario de la administración hispana; experimentará como General al frente de su Ejército del Norte las fatigas de la campaña, las privaciones, la vida agitada y dura, las incomodidades y también la obligación de ejecutar órdenes espinosas hasta opinar “que no hay religión más rígida que la del militar”. Los acontecimientos que iría a protagonizar en adelante Belgrano darían prueba palmaria de la veracidad de tal compromiso.
El período que oscila entre 1770 y 1820, en coincidencia con los años vitales de nuestro prócer, tanto para Europa como para América, se ve signado por estallidos revolucionarios que alcanzan una dimensión inédita. El propio Belgrano explica: “como en la época de 1789 me hallaba en España y la revolución de la Francia hiciese también la variación de ideas […] se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido”.
Este breve exordio permite advertir sobre dos conceptos claves para comprender dicha época y que a su vez son componentes del pensamiento y accionar político del siglo XIX: libertad y revolución. Términos que han sido objeto de permanentes debates dialécticos y difíciles de descifrar en su cabal significado.
“La palabra revolucionario -escribió el célebre marqués de Condorcet- puede aplicarse únicamente a las revoluciones cuyo objetivo es la libertad”. El revolucionario francés girondino, perseguido luego por el jacobino Maximilien de Robespierre, entendía que crear un espacio para el ejercicio de la libertad debía ser requisito para que hablemos de una verdadera revolución. La libertad se muestra, pues, como valor fundamental dentro de los procesos revolucionarios. En primer lugar, porque la pobreza, al introducir desigualdad, no permite que existan hombres libres. En segundo lugar, porque la revolución no se reduce únicamente a la superación de la pobreza, pretende ir más allá en sus miras.
Fue exigencia de esa decimonovena centuria comprender la diferencia entre liberación y libertad. Si convenimos que la revolución es un cambio radical de estructuras, la liberación implicaba, entonces, sustituir las estructuras injustas por otras que debían resultar precisamente lo contrario. Libertad, por su parte, se emparentaba con la confianza en que el poder estatal será antes que todo un garante de la libertad individual y que a la postre asegurará una participación más amplia en los asuntos públicos a todos los habitantes.
Estimo que algo de ese imbricado panorama ideológico es lo que se puso en juego de modo apremiante entre 1812 y 1813 para Hispanoamérica. Manuel Ugarte decía al cumplirse el centenario de la revolución de Mayo que “si el movimiento de protesta contra los virreyes cobró tan colosal empuje fue porque la mayoría de los americanos ansiaba obtener las libertades económicas, políticas, religiosas y sociales que un gobierno profundamente conservador negaba a todos, no sólo a las colonias, sino a la misma España”.
Si bien la gesta de 1810 puede inscribirse dentro de la era global de revoluciones que mencionamos, tiene su propia identidad y protagonistas, con variados sustentos filosóficos y derroteros impensados.
Belgrano, Númen de Mayo, fue recurrente en sus escritos previos a la gloriosa batalla de Salta con la idea de la libertad como objeto de valor incólume. En la conmemoración del segundo aniversario de la revolución, estando en Jujuy, reunió el general en jefe a sus tropas frente a la primera bandera del Ejército Auxiliador del Perú que había mandado confeccionar (la segunda suya, pues aún creía aprobada la que deja en Rosario) y les exclamó: “Dos años ha que por primera vez resonó en estas regiones el eco de la libertad, y él continúa propagándose hasta por las cavernas más recónditas de los Andes; pues que no es obra de los hombres, sino del Dios Omnipotente, que permitió a los Americanos que se nos presentase la ocasión para entrar al goce de nuestros derechos; el 25 de Mayo será para siempre memorable en los anales de nuestra historia”, pues “por primera vez, véis la Bandera Nacional en mis manos, que ya os distingue de las demás Naciones del Globo”.
Cuatro días después informaba del acto al gobierno, destacando su satisfacción “en ver la alegría, contento y entusiasmo con que se ha celebrado en esta ciudad [Jujuy] el aniversario de la libertad de la Patria”. Y agregaba que igualmente en Salta “se ha celebrado el aniversario con todo esplendor y magnificencia correspondiente a un pueblo entusiasmado y amante de su libertad”.
En las vísperas del célebre éxodo jujeño (23 de agosto de 1812), se le incorpora a su ejército un cuerpo de caballería de jóvenes intrépidos de Salta y Jujuy que tendrá destacado papel en el estratégico triunfo del río Las Piedras (3 de septiembre); juventud briosa que Belgrano bautizó como los “Patriotas Decididos” (a vencer o morir por la sagrada causa de la libertad).
A los fines revolucionarios, el éxito de la causa libertaria requería de un conductor castrense con dotes de organizador y estadista. Lamadrid y Paz coinciden en resaltar la actividad desplegada por Belgrano a partir de la victoria del 24 de septiembre de 1812 en el campo de las Carreras (Tucumán). El “manco” sostuvo que tal tiempo fue útilmente empleado por Belgrano en la instrucción y disciplina de las tropas y en la reorganización de los otros ramos del ejército. Lamadrid dice que tras aquel triunfo, el general se contrajo “a remontar los cuerpos del ejército con reclutas que pidió a las Provincias y disciplinarlos con empeño […] Estableció también un cuerpo cívico” y “una maestranza completa […] Fue tal la constancia del general y de los jefes y oficiales del ejército, que se encontró éste en estado de abrir su segunda campaña así que principió el año 13”.
Efectivamente, el 13 de febrero de 1813, tres días después de acampar a orillas de la margen norte del río Pasaje, en Salta, “se presentó Belgrano con una bandera blanca y celeste en la mano” y proclamó “Este será el color de la nueva divisa con que marcharán a la lid los nuevos campeones de la Patria”. Hizo jurar a sus tropas lealtad y obediencia a la Soberana Asamblea General Constituyente, instalada el 31 de enero. Concluido ello, Belgrano mandó grabar en el tronco de un árbol gigantesco la inscripción Río del Juramento.
Una semana después, Belgrano, en un astuto acierto táctico sorprende al enemigo y lo fuerza a presentar batalla con frente invertido. El movimiento que hizo “dejando el camino principal y colocándose en Castañares [planicie a una legua al norte de la ciudad de Salta], fue bien concebido y mejor ejecutado; mediante él había cortado las comunicaciones de [Pío] Tristán, había hecho imposible su retirada y había mejorado de teatro”.
Sin menoscabo del desarrollo de las memorables acciones de ese 20 de febrero de 1813, la Batalla de Salta devino en un auténtico éxito militar, si se atiende a sus resultados. Fue una de las escasas batallas en la guerra de la independencia en la que los españoles debieron rendir plenamente sus banderas, armas y pertrechos, siendo cuantiosos los soldados heridos, muertos y prisioneros. La capitulación comprendía desde el general hasta el último tambor, quedando obligados por juramento a no volver a tomar las armas contra las Provincias Unidas del Río de la Plata hasta los límites del
Desaguadero.
Como la heroica Batalla no se forjó para gloriarse de la efusión de la sangre de hermanos, Belgrano dispensa al general Tristán de la humillación de entregarle la espada y ordena abrir una fosa común en el campo de la Tablada para enterrar las bajas de ambos ejércitos.
Reconociendo que las victorias de Tucumán y Salta salvaron no sólo la revolución sino la causa de la independencia de la América española, la Asamblea Constituyente, en sesión del 5 de marzo de 1813, otorga condecoraciones a los oficiales y soldados. Y con respecto al jefe, el día 8 acuerda otorgarle un sable con guarnición de oro y premiarlo con la cantidad de 40.000 pesos señalados en valor de fincas pertenecientes al Estado. Al tomar conocimiento Belgrano, honrado por aquella consideración, respondería al gobierno que en el “cumplimiento del deber, ni la virtud ni los talentos llevan precio ni pueden compensarse con dineros sin degradarlos” y hacía donación de la suma para la dotación de cuatro escuelas públicas de primeras letras en las ciudades de San Bernardo de la Frontera de Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Porque para Belgrano “fundar escuelas es sembrar en las almas”. Alegaba, pues, que “un pueblo culto nunca puede ser esclavizado”.
Conmemoramos con estas breves líneas el 207° aniversario de la batalla de Salta por ser un hecho cumbre de nuestra historia que compendia las ansias de libertad de muchas generaciones y porque dio pábulo a la creencia de su victorioso general, que en las vísperas del combate, escribía cuál era su aspiración final: “constituirnos en nación libre e independiente”.
Colaboración del Licenciado Profesor Matías Dib, Investigador del Instituto Nacional Belgraniano