Presidencia de la Nación

Introducción

Una guía para contextualizar los documentos


Introducción

Guía para la contextualización de los documentos
  • Graciela Swiderski

Descubiertas en 1520, supuestamente por algunos desertores de la expedición de Hernando de Magallanes, las Islas Malvinas, aun con denominaciones cartográficas distintas, permanecieron durante toda la administración colonial bajo la soberanía de España. En un principio, por los títulos derivados de las bulas pontificias y del Tratado de Tordesillas de 1494, y más tarde, por los tratados de 1667 y 1670 suscritos con Inglaterra. No solo la Paz de Utrecht de 1713, sino también una seguidilla de pactos posteriores, vinieron a convalidar tanto la integridad de las posesiones de la Corona española en Sudamérica como la exclusividad de su navegación en el Atlántico Sur.

Sin embargo, el control que ejerció sobre la región austral no estuvo exento de sobresaltos. Enterada de un proyecto británico con hipotéticos motivos científicos, pero en verdad tendiente a establecer en las Islas una base naval que fungiera como fondeadero para los buques que remontaban el Cabo de Hornos, en 1749 la Monarquía ibérica debió plantear un duro reclamo ante la Gran Bretaña; mientras que en 1764 le llegó el turno de litigar contra Francia. Al frente de la fragata Aigle y de la corbeta Sphinx procedentes del puerto de San Maló en Bretaña, el comandante de la escuadra, Louis-Antoine de Bougainville, acababa de fundar el 17 de marzo "Port Louis", primer establecimiento europeo en Soledad, la isla de mayor extensión del archipiélago que nombró Malouines, en homenaje a su ciudad natal. Alcanzó a realizar tres viajes con un equipo científico formado por el astrónomo Véron, el médico y naturalista Philibert Commerson y su colaboradora, la botánica Jeanne Baret, primera mujer en dar la vuelta al mundo. Transportó colonos, animales domésticos, víveres y materiales para la construcción de viviendas. Tras presentar una protesta y aduciendo el “Pacto de Familia” que unía a los Borbones de ambos lados de los Pirineos, Carlos III consiguió que los franceses lo evacuaran y reconocieran la soberanía española por un acuerdo suscripto en 1765. Como prenda de buena voluntad, el Rey indemnizó en más de seiscientas mil libras francesas a la Compagnie de Saint-Malo, e inmediatamente dictó una Real Cédula creando la Gobernación de las Islas Malvinas. Felipe Ruiz Puente, al mando de las fragatas Liebre y Esmeralda, y el propio Bougainville, al mando de la fragata La Boudeuse, desembarcaron allí el 1 de abril de 1767 para formalizar la entrega. El reconocimiento francés a la soberanía española fortaleció todavía más los derechos jurídicos de España sobre las Islas.

A partir de la designación de Ruiz Puente, treinta y dos gobernadores españoles se sucedieron ininterrumpidamente desde el 2 de abril de 1767 hasta 1811, cuando el gobernador de Montevideo Gaspar Vigodet, de cuyo apostadero naval habían pasado a depender, tuvo que resignarse a abandonarlas a su suerte en medio de la agitación revolucionaria. Unos meses antes, el 15 de enero de 1810, la población de Malvinas juró fidelidad a Fernando VII. Los hombres que rigieron los destinos de Port Louis, rebautizado como Puerto Soledad, fueron marinos subordinados a la Gobernación de Buenos Aires y, con la reforma borbónica, a su Gobernación Intendencia. Por lo regular, eran reemplazados cada verano. Se encargaron de organizar la colonia, de levantar las construcciones —con el tiempo fueron tomando forma las baterías de San Carlos, Santiago y San Felipe, el muelle, la Casa de Gobierno, los cuarteles, el hospital, el almacén de pólvora, la herrería, la carpintería, los depósitos de víveres y varios edificios en piedra; de dirigir las expediciones anuales y de vigilar los mares y costas, que también fueron explorados en 1789 por Alejandro Malaespina con las corbetas Descubierta y La Atrevida. Por otra parte, los gobernadores debían informar periódicamente sobre las presencias ilegales e, incluso, aconsejar medidas tendientes a repeler a los intrusos. Trabajo no les faltó.

Obviamente estos parajes alejados fueron las principales víctimas de la codicia y del expolio extranjero. En efecto en 1765, los británicos, a fin de lesionar el comercio español, volvieron a la carga despachando una expedición clandestina. Su líder John Byron, cuyo objetivo era dar con la mejor ruta hacia las Indias Orientales siguiendo el programa iniciado en 1740 por el comodoro Anson, levantó subrepticiamente una base provisional en un puerto natural de la Isla Trinidad, al oeste de la Gran Malvina, nombrado Egmont en honor al Primer Lord del Almirantazgo. Mientras concretaba su misión, se cruzó con Bougainville que iba a aprovisionarse de madera en el Estrecho de Magallanes. Poco después, el capitán de navío John Macbride llegó con tres naves y estableció un fuerte al que llamó "George". Como esta vez las quejas no surtieron efecto, en 1770 la Corte de Madrid expulsó con violencia a los ocupantes, comisionando para ello al gobernador de Buenos Aires, Francisco Bucareli y Ursúa. La orden era terminante. Que no permitiera establecimientos ingleses y desalojara por la fuerza a los existentes si no acataban la intimación conforme a la ley. El comandante Juan Ignacio de Madariaga, que zarpó de Montevideo con seis buques de guerra y una tropa de desembarco de 1.500 soldados, consiguió erradicar a la guarnición británica y vencer la resistencia de sus jefes, George Farmer y William Maltby. Ambos países estuvieron al borde de la guerra hasta que se firmó el acuerdo de 1771, que supuso un trienio después la restitución efectiva de Port Egmont, renombrado Puerto de la Cruzada, a su legítimo propietario. Inglaterra aceptó reponer "las cosas en Gran Malvina y Puerto Egmont en el mismo estado en que se hallaban antes del 10 de junio de 1770", aclarándose que lo expresado "no perjudica de modo alguno a la cuestión de derecho anterior de soberanía de las islas Malvinas, por otro nombre Falkland".

A través del tratado de San Lorenzo del Escorial o de Nootka Sound de 1790, Gran Bretaña volvió a comprometerse a no formar nuevos asentamientos en las costas y en las islas adyacentes de la América Meridional que estaban bajo jurisdicción española, reconociendo implícitamente la soberanía de Madrid sobre Carmen de Patagones, San José, Deseado y Malvinas.

Después de la Revolución de Mayo los gobiernos patrios consideraron, con razón, que las Islas Malvinas eran parte constitutiva del patrimonio territorial que habían heredado al desaparecer el poder español en América. Así lo entendió Cornelio Saavedra, como lo demuestra un oficio fechado en el temprano año de 1810. Pese a las guerras de la emancipación, a los conflictos con los portugueses en la Banda Oriental y en las Misiones, a las contiendas civiles y a la debilidad del naciente estado, que no estaba en condiciones de atender su defensa, ninguna nación extranjera se había establecido, al menos permanentemente, ni en Malvinas ni en otras costas de la República. Durante la primera década pos-revolucionaria y no obstante las convulsiones internas, el Gobierno de Buenos Aires no dejó de conceder tierras y de legislar sobre los recursos marinos de su vasto litoral atlántico exigiendo, desde un principio, permisos para pescar en sus aguas. El 22 de octubre de 1821 la Junta de Representantes reordenó la normativa, sancionando una Ley de derechos pesqueros.

En 1820, el coronel de marina David Jewett, corsario y comandante de la fragata de guerra del Estado La Heroína, arribó imprevistamente a las Islas. A fin de hacer efectiva la posesión, el 6 de noviembre celebró en nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata un acto público en Puerto Soledad, que incluyó el izamiento de la bandera y una salva de veintiún cañonazos disparada ante la presencia de más de cincuenta buques extranjeros loberos y balleneros, entre los que no faltaron los estadounidenses y británicos. Hasta invitó a subir a su embarcación al navegante inglés James Weddell, que ya había reconocido la zona durante su primer viaje antártico a bordo del bergantín Jane. A todos ellos les avisó por escrito, en una circular del 9 de noviembre de ese año, la prohibición de pescar en las Islas y matar sus ganados, bajo pena de detención y de remisión de los infractores a Buenos Aires para ser juzgados. Pese a la publicidad de este acto —la noticia incluso apareció en la edición del 10 de noviembre de 1821 del periódico El Argos — ni en ese momento ni más adelante, Gran Bretaña planteó pretensiones sobre las Islas. Ni siquiera lo hizo en 1825 cuando reconoció la independencia de las Provincias Unidas a través del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación.

En 1819 Luis Vernet, un comerciante hamburgués que se había radicado dos años antes en Buenos Aires, se asoció con Jorge Pacheco, dueño por ese entonces de un saladero. El 5 de agosto, ambos firmaron un contrato para solicitar una concesión en la Isla Oriental o Soledad. Pacheco gestionó ante el gobernador bonaerense, Martín Rodríguez, una autorización que lo habilitaba tanto para cazar lobos marinos, extrayéndoles las pieles y el aceite, como para faenar a los vacunos que se habían reproducido naturalmente en los campos. Mediante un convenio provisorio, los dos socios cometieron el error de entregarle el usufructo de la concesión al ciudadano inglés radicado en Montevideo, Robert Schofield. Al mismo tiempo, el capitán retirado de milicias Pablo Areguatí desembarcaba como nuevo comandante militar. Pero nada salió según lo esperado. A fines de 1824 la tentativa colonizadora acabó en un rotundo fracaso.

Recién hacia 1825 Vernet pudo a atender personalmente sus negocios, a través de una nueva compañía constituida en base a la sociedad fundada con Pacheco. El propósito era matar a todo el ganado mayor y poblar las estancias con ganado menor. Presentó una nota al Ejecutivo provincial especificando que para el fomento del país y su engrandecimiento pretendía constituir una colonia estable en la Isla Soledad. Se fijaba para hacerlo un plazo de tres años. A cambio de colocar el establecimiento bajo la plena autoridad del Gobierno de Buenos Aires, pedía que los colonos quedaran libres de cargas impositivas durante los primeros treinta años, y tuvieran el usufructo exclusivo de la pesca en Tierra del Fuego, Islas Malvinas y demás costas e islas de la República. El 5 de enero de 1828 el gobernador Dorrego accedió, pero introduciendo algunas modificaciones tendientes a limitar las exigencias del empresario. No se le concedieron más que los terrenos baldíos de la Isla Oriental.

Al año siguiente el gobernador delegado de Buenos Aires, general Martín Rodríguez, dictó el Decreto del 10 de junio de 1829, que designó a Luis Vernet Comandante Político y Militar de las Islas Malvinas, un título equivalente al de Gobernador. Esta vez Vernet, acompañado por su hermano Emilio, organizó todo con más esmero. Las Malvinas ya no serían solo una estación de abastecimiento, tampoco un presidio, ni siquiera una base militar, sino una colonia. Buena parte de su familia lo siguió en la empresa. Desde el primer momento tuvo la intención de quedarse, por eso mudó sus libros y su piano. La presencia en la expedición de varias mujeres simbolizaba el propósito inequívoco de alcanzar arraigo y estabilidad. Llevó a su esposa María Sáenz, autora al igual que su cuñado de un diario personal, al hermano de ésta, Loreto, y hasta a sus hijos pequeños, Emilio, Luisa y Sofía. En Puerto Soledad, ella dio a luz a Matilda, que durante toda su vida fue más conocida como Malvina, transformándose en la primera persona registrada por nacer en las Islas. En este ambiente doméstico, el Comandante recibió al capitán del bergantín HMS Beagle, Robert Fitz-Roy, quien además de una representación cartográfica del archipiélago y de varias acuarelas del pintor paisajista Conrad Martens que se transformarían en uno de los mejores testimonios visuales de la región, dejó sus observaciones sobre la vida en las Islas.

Vernet prestó especial atención a cada uno de los detalles de su colonia, desde las construcciones hasta la faena de lobos, apresamiento de la hacienda baguala, pesca, y extracción de maderas de la Isla de los Estados. Pero la tranquilidad duró poco. El 31 de agosto de 1831 llegó a Puerto Soledad la goleta norteamericana Harriet, al mando de un irritante conocido suyo, el capitán Gilbert Davidson, a quien Vernet venía comunicándole desde hacía por lo menos dos años atrás y sin éxito alguno, las reglamentaciones vigentes en materia de caza de lobos marinos. Ya en una nota de junio de 1829 el empresario, devenido más adelante en gobernador, le había sugerido al Gobierno provincial la construcción de un fuerte armado, pidiéndole además que le cediera un buque de guerra para hacer respetar los derechos del establecimiento.

Como Davidson, ignorando las advertencias, prosiguió como si nada con la cacería, Vernet, harto de que se reiterara esta situación, ordenó el apresamiento del buque. Días más tarde, igual medida tomó con la goleta Breakwater de Daniel Carew. Si bien lo detuvo con una guardia de seguridad de cinco hombres, el navío consiguió escapar y puso proa rumbo a los Estados Unidos, donde el capitán informó del hecho a sus superiores. La tercera nave capturada fue la goleta Superior, a cargo de Esteban Cengar y procedente de Nueva York. Vernet sólo pudo enviar una sola de las tres embarcaciones a Buenos Aires, la Harriet, acompañada de la documentación suficiente para iniciar el proceso. Entre tanto, el comandante de la corbeta de guerra Lexington, Silas Duncan, que se había desprendido de la escuadra norteamericana fondeada en Brasil, se enteró de las medidas que Vernet había tomado en contra de sus compatriotas para impedir la depredación de focas. Tras exigir al ministro de relaciones exteriores, Tomás de Anchorena, el fin de las restricciones a la caza y a la pesca, la devolución de los bienes confiscados, una indemnización a sus propietarios y el enjuiciamiento de Vernet como pirata, arrogándose una función punitoria, partió hacia las islas saqueando las instalaciones y deteniendo a sus pobladores. Entre las actuaciones que se levantaron para documentar estos hechos, se destaca el magnífico alegato presentado por Vernet con el título de “Informe del Comandante Político y Militar de Malvinas”, fechado en Buenos Aires el 1 de agosto de 1832. Publicado en el Diario de Sesiones de la Junta de Representantes de la Provincia Nº 279, aparece precedido por todas las notas diplomáticas intercambiadas con el Consulado y con el encargado de negocios de los Estados Unidos, en las cuales el Gobierno de Buenos Aires reivindica los derechos soberanos de las Provincias Unidas sobre las Malvinas. En su informe, el Comandante realizó un exhaustivo análisis histórico, político y legal de las Islas, compendiando todos los datos que se conocían por aquel entonces sobre su descubrimiento y colonización y, puntualmente, enumerando los diversos actos de soberanía ejercidos por el Gobierno de las Provincias Unidas. Entre otros argumentos, mencionó el principio del uti possidetis juris, que fue esgrimido por todas las naciones latinoamericanas después de la independencia para resolver cuestiones de límites. Las discusiones con el enviado norteamericano siguieron y, finalmente, la causa se cerró.

En el mes de octubre de 1832 arribó a Puerto Soledad la corbeta Sarandí, un clíper que se había destacado en los combates de la Guerra del Brasil. Comandada por José María Pinedo, transportaba al sargento mayor de artillería, el francés Juan Esteban Francisco Mestivier, nombrado Comandante Civil y Militar interino en reemplazo de Vernet, que estaba en Buenos Aires declarando por el ataque de la Lexington. Iba con instrucciones precisas del Gobierno para imponer el orden, reunir a los colonos que huyeron al interior de las Islas o que con engaño fueron transportados y arrojados clandestinamente en las costas del Estado Oriental, y reconstruir las propiedades públicas que fueron arrasadas durante el asalto de los norteamericanos, en acuerdo con el representante de Vernet, Mattew Brisbane. Pero Mestivier corrió peor suerte que su predecesor. Fue asesinado en un motín. Ante el vacío de poder, Pinedo se vio obligado a asumir la Comandancia. Tal era la situación en el archipiélago cuando se produjo el ataque de la corbeta S.M.B Clío, ordenado por el almirante Thomas Baker, jefe de la estación naval británica en Sudamérica.

El 24 de enero de 1833 el Gobernador de Buenos Aires, Juan Ramón Balcarce, le relataba a la Junta de Representantes los sucesos que habían ocurrido en las Islas. A su vez Onslow le entregó a Pinedo un escueto, pero descomedido comunicado.

A continuación, los ingleses procedieron a desalojar por la fuerza y embarcar en la Sarandí a una parte de la guarnición y de los colonos. El 27 de junio y, otra vez, el 2 de octubre, el representante argentino en Londres, Manuel Moreno, presentaba un enérgico reclamo al gobierno británico. Lord Palmerston, encargado del ministerio de Estado, le respondió con evasivas y sin proporcionar ningún fundamento sólido que justificara la ocupación. A partir de ese momento, la República Argentina iniciará una serie de demandas incesantes para recuperar las Islas, que nunca dejaron de aparecer en sus mapas como parte de su territorio. Así lo corrobora el primer relevamiento cartográfico completo del país, el Atlas de Martin de Moussy, integrado por treinta cartas físicas y políticas de cada una de las provincias y territorios nacionales.

Para cerrar, este nuevo volumen de Documentos de Uso Educativo incluye documentos significativos de la historia de las Islas Malvinas seleccionados entre los alrededor de 40.000 manuscritos e impresos sobre el tema, que forman parte de varios fondos documentales conservados en el Archivo General de la Nación. Además agradecemos a Nelson Leonel Durante, quién donó a la institución tres documentos de singular relevancia que están expuestos en esta compilación. El interés de la institución es continuar socializando estos documentos que forman parte de la memoria colectiva de todos los argentinos, y realizar desde su lugar una contribución que permita volver a refrendar los derechos soberanos de la República Argentina sobre las Islas Malvinas y demás islas del Atlántico sur.

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