Natalicio de Domingo Faustino Sarmiento
El 15 de febrero de 1811, en la provincia de San Juan, José Clemente Cecilio Quiroga Sarmiento y Paula Zoila Albarracín Irrazábal bautizaban a su hijo con el nombre de Faustino Valentín Quiroga Sarmiento. Pasaría a la posteridad como Domingo Faustino Sarmiento. El nacimiento producido nueve meses después de la Revolución de Mayo era motivo de jactancia para el prócer. Para él, era la prueba de que lo había parido el país. “Soy hijo de la patria”, le gustaba afirmar.
Su vida, plagada de lucha, tiene como norte una fe imperecedera en un futuro glorioso. Las quince mil páginas que constituyen, al menos en su versión actual, sus obras completas, dejan testimonio de su actividad como pedagogo, político, militar y uno de los mejores escritores del mundo en el siglo XIX.
Su curiosidad infinita lo lleva a experimentar los más diversos intereses, a estudiar temas extravagantes pero siempre con la idea de hacerlos útiles para el país.
Fomentar la curiosidad del pueblo desde la edad temprana es, también, uno de sus mandatos. Todas las escuelas sarmientinas cuentan con laboratorios y con bibliotecas, a las que les reservaba un capítulo entero en la ley de educación 1420; hasta sus detractores reconocen que en ese aspecto su labor de constructor de establecimientos educativos fue fundacional.
No es ajeno a las contradicciones, a la violencia en actos y palabras que a veces parecen enturbiar su figura.
“Las cosas hay que hacerlas. Mal, pero hay que hacerlas”, dijo también Sarmiento. Hay una desesperación y un nervio en su pluma por esa voluntad creadora, una desesperación desde el deseo de armar una patria entera en el tiempo escaso de una vida.
Si su figura puede ser polémica, no pasa lo mismo con su legado. La configuración del país actual, y la del país futuro, es inconcebible sin la obra sarmientina. Son conocidas sus anécdotas en el Congreso, como senador afirmó: “No he de morirme sin ver empleados en ferrocarriles, en este país, ¡No digo 800.000 duros, sino ochocientos millones de duros!”.
Sarmiento exigió que consten en actas las risas burlescas de los senadores que obtuvo por respuesta: “Necesito que las generaciones venideras sepan que para ayudar al progreso de mi país, he debido adquirir inquebrantable confianza en su porvenir. Necesito que consten esas risas, para que se sepa también con qué clase de necios he tenido que lidiar”.
Sarmiento vive como si cada paso que da está llamado a dejar huella en el porvenir. Configura un país a su imagen y semejanza para terminar presidiéndolo.
Terminaría sus días en el Paraguay, país que supo combatir con sanguinaria vehemencia. Deja un famoso testamento que reza: “Nacido en la pobreza, criado en la lucha por la existencia, más que mía de mi patria, endurecido a todas las fatigas, acometiendo a todo lo que creí bueno y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilizado en la Tierra y toda la escala de los honores humanos, en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo; he sido favorecido con la estimación de muchos de los grandes hombres de la Tierra; he escrito algo bueno entre mucho indiferente; y sin fortuna, que nunca codicié porque era bagaje pesado para la incesante pugna, espero una buena muerte corporal, pues la que me vendrá en política es la que yo esperé y no deseé mejor que dejar por herencia millares en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país, aseguradas las instituciones y surcado de vías férreas el territorio, como cubiertos de vapores los ríos, para que todos participen del festín de la vida, del que yo gocé sólo a hurtadillas”.