Brown, prócer de todos los argentinos
A 164 años de su fallecimiento, recordamos al marino que fue determinante en las luchas por la Independencia nacional, el Gran Almirante Guillermo Brown.
Cuando el 3 de marzo de 1857 se conoció en Buenos Aires la noticia de la muerte de Guillermo Brown, ocurrida en su quinta de Barracas, una sombra de tristeza envolvió a la Gran Aldea.
El Almirante, retirado del servicio, vestía su uniforme de gala para las solemnidades patrias y mientras marchaba hacia la pirámide de Mayo para recordar el momento fundacional de la libertad, recibía los aplausos y los vivas de la población que no podía olvidar los triunfos que aquel irlandés entregado en cuerpo y alma a aumentar las glorias de su tierra adoptiva.
Luego de las festivas ceremonias retornaba a su casa, empleaba sus todavía fuertes brazos en ayudar a sus peones a cosechar alfalfa, dedicaba largo rato a cuidar sus flores y antes de que cayera el sol se enfrascaba en escribir en inglés con letra clara y elegante estilo, un sintético pero completo Memorandum de las operaciones navales de la Marina de la República Argentina que lo habían tenido como principal protagonista.
Recibía visitas de sus amigos de distintas nacionalidades, sobre todo irlandeses; de sus antiguos subordinados y de los militares más jóvenes, como Bartolomé Mitre, que reunía documentos para escribir en forma científica la Historia argentina. Él dejó este relato de uno de sus encuentros, que revela que quien había hecho retumbar su voz de mando en la cubierta de los buques gozaba en dedicar su tiempo a los placeres sencillos del hogar: “Es aquel albergue pintoresco y apacible, donde el audaz marino reposaba de sus fatigas en los mares procelosos de la vida. Paseamos por su jardín y me habló él de sus campañas marítimas, de sus árboles y de sus flores, de sus compañeros de armas, de los sentimientos que lo animaban, y de las memorias de su vida que se ocupaba en escribir”.
“Su lenguaje era enérgico y sencillo, como lo es siempre el de los hombres que han pasado su vida en medio de la acción, y yo le encontraba elocuencia de los altos hechos que su presencia hacía recordar”.
“Admirando la belleza del paisaje que se desenvolvía ante nuestros ojos, me inclinaba con respeto ante aquel monumento vivo de nuestras glorias navales y encontraba sublime de majestad aquella noble figura que se levantaba plácida y serena después de tantas borrascas como la habían agitado. Aquel reposo modesto del que pasó su vida entre el estruendo de los cañones, el rumor de las olas y el bramido de los huracanes; aquel amor candoroso por las bellezas de la naturaleza; aquellos trabajos intelectuales que reemplazaban para él los ásperos trabajos de guerra; aquella sinceridad del alma, sin ostentación, sin amargura y sin pretensiones, me revelaban que tenía delante de mí algo más que un héroe; me revelaban que el Almirante era un corazón generoso, un alma formada para amar y comprender lo bello y lo bueno, y digno de atraer sobre su cabeza laureada las bendiciones del cielo a la par que la admiración y las bendiciones de la Humanidad”.
Brown pasaba largas horas en compañía de su esposa Elisabeth Chitty y contemplaba desde la terraza, con su catalejo de campaña, la llegada y partida de los buques. A fines de 1856 sentía que una fatiga creciente lo dominaba y como sincero creyente esperaba con serenidad la muerte.
Cuando sintió que ella se aproximaba pidió que lo visitara el padre Fahy para administrarle los sacramentos de la fe católica, y marino hasta el fin, le dijo: “Comprendo que pronto cambiaremos de fondeadero. Ya tengo el práctico a bordo”.
Al dar cuenta del deceso, el sacerdote envió este mensaje al Gobierno: “Él fue, señor Ministro, un cristiano cuya fe no pudo conmover la impiedad, un patriota cuya integridad la corrupción no pudo comprar, y un héroe a quien el peligro no pudo arredrar”.
Enseguida se dispuso el merecido tributo oficial. La Escuadra del Estado de Buenos Aires –por entonces separado del resto del país– ejecutó durante todo el día salvas cada cuarto de hora mientras los buques con sus vergas cruzadas izaban sus banderas a media asta.
Al día siguiente, el féretro fue llevado desde Barracas al cementerio de la Recoleta, cubierto con la Bandera de Los Pozos y su uniforme de gala. Una numerosa comitiva encabezada por el Ministro de Guerra y Marina, Mitre y los generales Álvarez Thomas y Madariaga, acompañaban a la familia. Mitre le tributó el homenaje oficial con emotivas y justicieras palabras.
A las 7 de la tarde, el féretro era depositado en un nicho de la bóveda de quien había sido su amigo más allá de las luchas que los enfrentaron: el General José María Paz.
Las exequias oficiales se realizaron el 27 de agosto en la Catedral Metropolitana ante un público que colmó el templo. Luego, la familia regresó a Barracas.
Enterado el Presidente de la Confederación Argentina, General Urquiza, dictó algún tiempo más tarde un decreto de honores, en el que expresó que el Gobierno Nacional deploraba, “en tan infausto acontecimiento, la pérdida del héroe de las glorias navales argentinas y cree de su deber tributar una manifestación de respeto a su memoria”.
Es que el nombre de Brown se hallaba por encima del encono que enfrentaba a los argentinos.
Y debe estarlo hoy, al igual que los de otros padres de la Patria, como modelo de lo que no debemos volver a ser; como advertencia de que el futuro no se gana en la molicie sino a través del esfuerzo y el mérito, y como prenda de unión y verdadera concordia.
Presidente del Instituto Nacional Browniano Comodoro de Marina (RN) Miguel Ángel De Marco.