Santiago Garaño
Investigador de CONICET y Profesor de UNLa y UNTREF
A veces un artefacto, un objeto material, deviene símbolo que representa –por efecto metonímico– un proceso histórico. Eso fue lo que ocurrió con el Ford Falcon en relación al accionar del terrorismo de Estado en tiempos de la última dictadura argentina. Ese automóvil se volvió memoria material de la labor clandestina de los grupos de tareas que acecharon nuestro país, patrullas que sembraban el miedo en las calles y funcionaron como correa de transmisión entre los operativos de secuestros y los centros clandestinos de detención. Seguramente, muchos autos de otras marcas y modelos fueron utilizados para esa tarea, pero solo uno –el Ford Falcon– se volvió el emblema, la cara visible de un poder secreto, oculto e ilegal. Por esas casualidades o sincronías de la historia, el modelo lo afiliaba directamente al linaje de un represor llamado Ramón Falcon, aquel Jefe de Policía emblema de otra época de fuerte persecución política -los albores del siglo XX-.
Al igual que sucedió con otras tantas facetas de la represión, la conocimos a través de la memoria social de una sociedad que se volvió audiencia privilegiada de las puestas en escena del terror. Fue ese relato oral el que volvió a los “Falcons” emblemas, símbolos, íconos, narraciones contadas y recontadas, por momentos aterrorizadas o cómplices, pero muy persistentes. Sin embargo, ¿cómo probar que esa memoria era verdadera? Al igual que sucedió en el marco del proceso de Memoria, Verdad y Justicia, primero contamos con los testimonios valientes de familiares y sobrevivientes sobre los centros clandestinos de detención ante la CONADEP y el Juicio a las Juntas; luego las exhumaciones de restos de personas desaparecidas (el cuerpo del delito); y recién dos décadas después del retorno de la democracia, el acceso a los primeros “archivos de la represión”.
Hace unos 15 años, pisé por primera vez el Archivo Intermedio del AGN. Llegué por consejo de una empleada de la sede central y descubrí uno de los repositorios más impresionantes de la vida social y política de nuestra historia contemporánea. A diferencia de los llamados “archivos de la represión”, no tenía el sesgo de ser un “archivo de la memoria” que suele circunscribirse a la última dictadura. A su vez, el material “del Intermedio” ha sido accesible de manera universal, sin permisos especiales ni tachas. Era un archivo-de-Estado, de sus burocracias, agentes y acciones, aquel que suele documentar minuciosamente prácticas, incluso aquellas vergonzantes, sus crímenes y desidias, por rutina, por inercia.
Todavía recuerdo como si fuera hoy las palabras de Mariana Nazar, quien por aquellos tiempos atendía al público en la sede de Paseo Colón. Esa tarde me explicó con una notable generosidad y paciencia que, entre tantos expedientes y materiales referidos a la última dictadura, había materiales tan ricos como una solicitud para la compra directa de noventa automóviles Ford Falcon, para dar cumplimiento al plan de reequipamiento de las policías provinciales.
Otra paradoja de la historia: el Departamento Archivo Intermedio fue creado oficialmente en 1977, mismo año en que fue producido este documento. Con fecha del 14 de noviembre de 1977 y dirigido al subsecretario general del Ministerio del Interior, capitán de navío retirado Ernesto Orbea, este expediente era la prueba de que, en aquellos años de extremo terror, las policías provinciales habían sido “reforzadas” con una importante cantidad de móviles. Un documento fetiche sobre un fetiche de la represión (los Ford Falcon).
A pesar de la atracción del fetiche, en “el Intermedio” varias generaciones de cientistas sociales aprendimos de nuestros compañeras/os archivistas que parte del valor de este tipo de expedientes era contar con la información de la serie mayor en la que se inscribía y que teníamos que aprender a leer las fuentes en contexto: el documento sobre la compra de Ford Falcon forma parte del fondo Expedientes Secretos, Confidenciales y Reservados de Ministerio del Interior, que también reunía decretos mediante los cuales se ponía a disposición a miles de prisioneros políticos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, cartas de familiares pidiendo información sobre personas desaparecidas, delaciones que enviaban ciudadanos comprometidos con la llamada “lucha contra la subversión” y, de manera general, con otros fondos como los tribunales de guerra del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, por solo nombrar aquellas que más consulté durante estos 15 años en el Archivo Intermedio. Y, unida a otras fuentes como las directivas secretas de la última dictadura, esta fuente evidenciaba que, hacia fines de 1977, el Ejército buscaba empezar a delegar en las policías provinciales una mayor responsabilidad en la represión.
En síntesis, este expediente es una huella burocrática más que nos permite sostener que el accionar represivo fue –como han sostenido los familiares de las víctimas– realizado desde el aparato del Estado, pero fundamentalmente que el mapa de la represión ha sido el fruto de una tarea ardua, artesanal y colectiva basada en unir huellas, indicios y testimonies; preservados y accesibles –en este caso– por profesionales comprometidos/as con el rol social de su tarea.
Para Inspiraciones: pensamientos desde archivos. Bicentenario del Archivo General de la Nación.
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