Alejandro Rabinovich
Historiador (UNLPam/CONICET)
En nuestro país, la memoria histórica de las guerras de independencia se concentra casi exclusivamente en los miembros de la elite. Basta con ver los nombres de las calles y los monumentos en cualquiera de nuestras ciudades: son todos hijos de las familias principales, varones, blancos, en su mayoría porteños. Esta visibilidad oculta el hecho de que el peso del reclutamiento para los ejércitos revolucionarios cayó sobre los sectores populares y que se trató de un proceso muy violento e injusto: los reclutadores se ensañaban siempre con los más pobres, los sueldos no se pagaban, los tiempos de servicio no se respetaban. En estas condiciones, la desesperación llevó a miles de soldados a desertar. No por falta de patriotismo sino por bronca, por hambre y para ir a cuidar de sus familias. De estas historias de vida la historia tradicional no nos dice nada. Por fortuna, en el AGN se conservan los documentos que nos permiten conocerlas.
En el sumario elaborado contra José Córdoba, Juan Pizaví y José Herrera en 1815, por ejemplo, vemos como el hilo se cortaba siempre por lo más delgado. Estos tres soldados eran catamarqueños, negros, analfabetos y solteros, de 19, 20 y 22 años de edad. En 1814 habían participado del sitio de Montevideo y para fines de 1815 formaban parte de la columna que French llevaba de Buenos Aires al Alto Perú. Era un momento de gran desmoralización para las fuerzas del norte, mal dirigidas por Rondeau. A principios del mes de noviembre los tres soldados se encontraban en la ciudad de Tucumán, a tiro de Catamarca por primera vez en mucho tiempo. Decidieron desertar y marchar “para su país”. En la decisión de abandonar el ejército no parece haber mediado ningún motivo ulterior. Simplemente el deseo de volver a casa.
La huida no tuvo nada digno de una película. Se reunieron a un par de cuadras del cuartel y emprendieron el camino del valle sin demasiado apuro ni precauciones. Caminaron unos cuantos kilómetros e hicieron noche en el monte. Al alba retomaron la marcha manteniéndose lejos de las poblaciones, carneando una vaca encontrada al paso. Poco después los encontró una partida y se entregaron sin resistencia. En condiciones normales, un hecho así terminaba con un par de años de servicio de recarga. Pero apenas dos semanas antes se había publicado un bando donde se anunciaba la pena de la vida para los desertores. Los jefes querían dar un ejemplo y los tres muchachos de Catamarca eran la víctima perfecta. Se les siguió un proceso, tuvieron derecho a una tibia defensa y se conformó un consejo de guerra para juzgarlos. La condena: uno de los tres, el que saliera sorteado, sería pasado por las armas. Los otros dos recibirían 200 palos y servirían un año con una cadena al pie.
Sumario contra José Córdoba, Juan Esteban Pizaví y José Eusebio Herrera. Archivo General de la Nación, fondo Ministerio de Guerra y Marina. ID: AR-AGN-MGM01-S10-2270
El desenlace del proceso no podría ser más lúgubre. Un sargento mayor, acompañado de un escribano, se dirigió al calabozo, mandó que los prisioneros se arrodillasen y les leyó la sentencia. Sacando dos dados les pidió que eligiesen quién tiraría primero y quién sería ejecutado, si el que sacase el mayor o el menor puntaje. Decidieron que moriría el que sacase más puntos. Revisaron los dados y los metieron dentro de un vaso. De rodillas, con los ojos vendados, Pizaví tiró y sacó siete, Córdoba sacó nueve y Herrera ocho. Córdoba fue aislado en un calabozo y se le llamó a un confesor. Al día siguiente se formaron las tropas en la plaza mayor de Tucumán. Entre dos batallones enfrentados se podía ver a José Córdoba, hincado de rodillas. Una descarga cerrada terminó con su vida. Herrera y Pisaví observaron todo a una corta distancia. Acto seguido la tropa marchó delante del cadáver y volvió al cuartel. Los soldados de su compañía enterraron a Córdoba en la iglesia de la matriz. Era el 22 de noviembre de 1815. Exactamente una semana después el Ejército Auxiliar del Perú, bajo una conducción totalmente inoperante, era destrozado en Sipe-Sipe, miles de soldados se dispersaban y el Alto Perú se perdía para siempre. La muerte de José Córdoba no había servido para nada.
Para Inspiraciones: pensamientos desde archivos. Bicentenario del Archivo General de la Nación.